Del cielo a la montaña es un fruto tardío del acompañamiento internacional a las Comunidades de Población en Resistencia guatemaltecas (CPR). Tardío, porque su simiente brotó ya a mediados de los noventa en las montañas del norte del Quiché, un lugar al que llegaron desde todos los rincones del mundo decenas de personas comprometidas con las víctimas del genocidio. Aquel acompañamiento, como cualquier otro gesto solidario, nunca fue concebido como una vía de sentido único. Cierto que aspiraba sobre todo a trasladar una brizna de calor y aliento a los miles de personas que durante más de una década vivieron ocultas bajo los árboles para evitar ser capturadas o asesinadas por el ejército de Guatemala, confiando además en que su mera presencia allí les brindara siquiera un leve atisbo de protección. Pero también lo hizo con el ánimo de compartir en sus países de origen, una vez completado el camino de regreso, el pequeño tesoro de lo aprendido de aquellas gentes y su lucha.
Este último fue el empeño inicial de la novela; pero el paso de los años contribuyó a que sus pretensiones terminaran por llegar un poquito más lejos. El tiempo permite a menudo adquirir una mejor perspectiva. Como, por ejemplo, la que se necesita para intentar al menos comprender el sentido de la espiritualidad y cosmovisión de los pueblos indígenas, un terreno al que seguramente por inhóspito negamos casi siempre la debida importancia. O la que ha ofrecido en este caso la desclasificación de documentos militares ocultos durante décadas, tanto en Guatemala como en los Estados Unidos. Pero sobre todo por la cantidad y calidad de las aportaciones de muchos de los supervivientes del genocidio, verdadero testimonio histórico no tanto de las atrocidades cometidas por el ejército en el altiplano guatemalteco —y que están en los orígenes de la resisitencia en las CPR—, sino de las razones y procesos de fondo de todo aquello; los motivos e interés que explican lo ocurrido en la región ixil y el conjunto del país.
Y a medida que abundaba más y más entre esas razones y procesos, la novela se fue adentrando sin saberlo en otro campo de batalla: el de la Memoria Histórica. Porque en Guatemala, como en cualquier otra parte del mundo, el de la Historia dista mucho de ser un terreno pacífico; al contrario, ésta fue siempre escenario de permanente conflicto. En el caso guatemalteco, pocos parecen cuestionarse esa suerte de versión “oficial” que pretende explicar la barbarie de la tierra arrasada como resultado del enfrentamiento entre dos ejércitos —una guerrilla de inspiración marxista que pretendía tomar el poder mediante la insurrección armada y un ejército genocida al que no le importó aniquilar a buena parte de la población del altiplano con tal de derrotar a la insurgencia—. Pero a nada que nos paremos a observar todo aquello desde otro ángulo, el dibujo reaparece sobre un trasfondo bien distinto: el del robo y expolio de los territorios indígenas y sus recursos naturales. Porque esa es, y no otra, la verdadera razón que explica los más de 200.000 muertos, 45.000 desaparecidos y 440 aldeas destruidas. La tierra arrasada respondió a un robo perfectamente planificado y de una magnitud descomunal, proporcional al botín que se pretendía cobrar: el saqueo de todo un país. Un robo del que se beneficiaron no sólo los militares y oligarcas guatemaltecos, sino también y muy especialmente algunas poderosas transnacionales europeas y norteamericanas. Un robo con asesinato. Y es que el ejército de Guatemala conocía lo suficientemente bien a sus pueblos indígenas como para saber que el único modo de apropiarse de sus territorios, de cercenar su inextricable vínculo con la tierra, era eliminarlos como pueblos y acabar físicamente con unos hombres, mujeres y niños que se empecinaban en recurrir a sus históricos procesos de resistencia.
Pero tampoco comparte Del cielo a la montaña esa mirada que centra su foco de atención —y de ese modo sitúa en el centro del escenario— en el papel desempeñado allí por los misioneros o los grupos guerrilleros. Y no lo hace, porque ello supondría negar a los pueblos indígenas el lugar que les corresponde en su propia Historia, perpetuándose en esa visión sesgada que siempre vio en el indígena a alguien maleable y pasivo, permanentemente expuesto a la manipulación política. Esta novela ha intentado en todo momento respetar el protagonismo de los pueblos indígenas del altiplano, tratándolos no como mero objeto sino como verdadero sujeto histórico. Por eso aquí, independientemente de que como en toda novela el hilo conductor sea la trama y vicisitudes entre sus personajes, el verdadero protagonista es el pueblo ixil, el tenam, entendido este como la comunión entre las personas y su territorio, en donde gente y tierra son una misma cosa, hasta el punto de ser totalmente inimaginable una pervivencia en el tiempo de lo ixil disociada de sus valles y montañas. Y es que sería absurdo tratar de explicar lo vivido por los ixiles sin tener en cuenta sus anhelos y aspiraciones como pueblo, sus procesos y modos de actuar y pensar ancestrales, una cosmovisión y espiritualidad que han resistido el paso de los siglos y son el sustrato común que subyace al aparente influjo de las distintas “Iglesias” que llegaron al país, sean estas católicas, evangelistas o costumbristas.
Todo esto es lo que dota de vigencia y actualidad a la novela. Porque aunque los acontecimientos reales en ella descritos formen ya parte del pasado, no lo son ni los pueblos, ni sus procesos, ni sobre todo las agresiones que día a día vienen sufriendo, particularmente el expolio de sus territorios y recursos naturales. Tal vez con distintas formas e intensidad —aunque siempre con violencia, como lo atestigua el persistente asesinato de líderes comunitarios—, esa misma historia se viene repitiendo desde que hace ya más de 500 años los extranjeros, los ‘ula, llegaran a su territorio para arrancarles el mero corazón y razón de ser del tenam. Y Del cielo a la montaña no oculta su deseo de convertir esta mirada hacia el pasado en un pequeño aporte a las luchas y resistencias que en el presente se dan en todo el altiplano guatemalteco contra las multinacionales mineras, las represas hidroeléctricas o la industria agroexportadora.
Para terminar, qué mejor manera de invitar a sumergirse en esta modesta historia sobre las Comunidades de Población en Resistencia que recurrir para ello a los versos finales de “Amanece en la Sierra”, todo un emblema en el que se condensan en uno esa invitación con la más fiel expresión de sus anhelos y aspiraciones:
La lucha ha sido difícil,
pero vamos aprendiendo:
la libertad se construye
con la unión de nuestro pueblo.
Anda y venite conmigo
y luchemos por la tierra.
¡Que el ejército se vaya
para siempre de la sierra!
Bilbao, 2010 / contacto: info@delcieloalamontana.org
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